jueves, 4 de marzo de 2010

Es evidente que la diferencia entre los países occidentales y democráticos, en donde la igualdad entre hombres y mujeres es un derecho reconocido en todas las constituciones, y los países del Tercer Mundo, en donde no existe esa protección legal, es abismal. En España, por ejemplo, nuestra constitución recoge textualmente: “Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social” (artículo 14). En Afganistán, sin embargo, se condena con la pena de muerte el adulterio de la mujer y no el del hombre y las niñas son privadas sistemáticamente del acceso a la educación. Los derechos fundamentales de las mujeres son violados cada día en muchos países del mundo y muchas veces al amparo de leyes que perpetúan el modelo secular de hombre dominante-mujer sometida y discriminada. Afortunadamente para nosotros, en todos los países democráticos existen determinadas instituciones gubernamentales, (Ministerio de Igualdad, en España), creadas con el objetivo de velar por esa igualdad, así como de corregir la discriminación negativa ejercida durante siglos contra las mujeres. A su vez, las propias comunidades autónomas, los ayuntamientos y otras instituciones públicas desarrollan programas destinados a promover la paridad entre hombres y mujeres. Todo ello viene a reflejar una sensibilidad y preocupación crecientes ante ese tema. Pero la igualdad legal no es necesariamente sinónimo de igualdad real. Aún siguen existiendo, desgraciadamente, prácticas sociales y privadas que demuestran que, aunque el “idioma” general de nuestra sociedad sea cada vez más igualitario, el “acento” es aún discriminatorio y sexista, y que todavía queda mucho camino por recorrer hasta alcanzar la auténtica igualdad. Los ejemplos son numerosos y tristemente frecuentes: la violencia de género nos azota con nuevas víctimas casi a diario y los salarios de mujeres realizando el mismo trabajo que los hombres pueden llegar a ser un 17% inferiores como promedio en los países de la Unión Europea. La desigualdad de oportunidades a la hora de conseguir un trabajo (recordemos aquella viñeta en la que una mujer exhibe un palmarés de títulos y habilidades increíble y el jefe de contratación le pide que le vaya a preparar un café), está provocando que las chicas estudien hoy más que nunca, conscientes de que la sociedad les va a pedir más que a sus compañeros varones y que no van a poder competir con ellos en condiciones de igualdad. Además, en tiempos de crisis económica, como los que ahora vivimos, el índice de paro sacude más a las mujeres que a los hombres. Por otra parte, si analizamos el tiempo dedicado por hombres y mujeres a las tareas domésticas encontraremos que es manifiestamente desequilibrado. La crianza de los niños aún sigue siendo considerada algo eminentemente femenino e injustamente se acusa sólo a las mujeres de que la educación de los niños está descuidada como consecuencia de su incorporación masiva al mundo del trabajo. Por cierto, niños y niñas siguen siendo educados en diferentes valores. El estereotipo tradicional sigue funcionando… Pero acerquémonos un poco más a nuestro ámbito escolar: ¿quién no ha experimentado alguna vez que los alumnos miran de forma diferente a un profesor que a una profesora, afirmando que un hombre “impone más respeto” que una mujer? ¿No es cierto, por otra parte, que muchos profesores siguen esperando que las estudiantes sean más disciplinadas y tranquilas que sus compañeros? ¿No seguimos considerando que una chica diciendo “tacos” suena peor que un chico? ¿O que la promiscuidad e infidelidad masculinas son más “comprensibles” que las femeninas? La vida cotidiana nos muestra que incluso las personas que creen en la igualdad entre el hombre y la mujer manifiestan a veces, de forma no premeditada, ideas fuertemente arraigadas en el inconsciente colectivo que justifican la desigualdad. ¿Qué cabe ante ello? Por supuesto mucha atención, reflexión, educación en valores y una convicción profunda de que somos diferentes, pero iguales, y de que esa convicción ha de manifestarse en nuestra vida diaria, en cada pequeño gesto, y no sólo en las grandes declaraciones. Dejo, para la reflexión, una idea de Simone de Beauvoir: “En un mundo igualitario, todos acaban beneficiándose”. Determinar cómo y en qué sentido es algo que corresponde al lector (o lectora) de este artículo. Decidir sobre la utilidad e interés del mismo, también.
Concha Colmenero, profesora de Filosofía del IES Juan de Mairena.

1 comentario:

Julia Castro dijo...

Gran artículo de, sin duda, la mejor profesora que he tenido...

Fue ella la que despertó mi interés por dedicarme a la educación y, ya hoy como maestra, puedo decir que intento estar alerta a diario a todo lo que tenga que ver con la equidad entre sexos en la escuela. Intento utilizar un lenguaje lo menos sexista posible, evitar estereotipos al hablar y utilizar ambos géneros cuando me refiero tanto a niñas como a niños. Pero no solamente en el lenguaje, la intrusión del espacio es fácilmente observable en patios y aulas; y siendo mi ocupación la educación de los más pequeños, intento intervenir a diario procurando una verdadera equidad e igualdad, haciéndoles ser conscientes de ello y de su importancia. Mi reto personal: conseguir que ambos puedan jugar de forma conjunta, con los mismos materiales, el mismo espacio,... y sin esperar cosas diferentes de unas y de otros.

La última vez que supe de Concha, nos abandonó un año completo... Aún recuerdo el complejo de Edipo y me acuerdo de ella si escucho a Sade, así que sería genial saber que está bien y que volvió al Juan de Mairena, porque si he ido a parar a este artículo ha debido ser por algo.

Un saludo. Julia.